Sigo Llorando Para No Ir Al Colegio

Hace unas semanas atrás, cada vez que me levantaba para ir a trabajar, un soplo extraño se me concentraba en el pecho, comprimiéndomelo. Mientras me vestía, mi ánimo empeoraba. Me invadía una especie de abatimiento o de pesadumbre, difíciles de explicar.

Un día, mientras mi mamá estaba en la computadora, me senté a su lado y no sé si hice bien, pero le comenté directamente:
- Mamá, ¿sabes cómo me siento?
- No díme, hijo. - Volteó atenta y con esa carita de acogida absoluta e inmediata que sólo pueden darnos nuestras madres
- Como cuando me obligaron a ir al colegio y apenas tenía yo 4 años. Como aquellos meses en que lloraba y lloraba, en que me sobrecogía durante los minutos en que me vestían con el uniforme.
- Sí, te entiendo. Y cada vez que lo recuerdo, me arrepiento de haberte hasta pegado cuando no querías ir. Eras un bebe, en verdad, no estabas preparado para ir a un colegio grande y yo no me daba cuenta de eso. Creo que te ha quedado el trauma…
- No mamá, no quiero que te sientas culpable de nada. Ustedes hacían lo que pensaban que era lo mejor para mí…

No ha sido la única oportunidad en que hemos recordado aquella época. Es un tema recurrente. Y es que fue un suceso que aunque suene exagerado, movilizó a tías, primos, hermanos y amigos de entonces. El Vicho no quería de ninguna forma ir al colegio y todos aconsejaban algo, proponían alguna salida, ayudaban en lo que podían.

Por mi parte, es increíble, han pasado décadas, y aún me retumba esa sensación de abandono en el alma. Dejar mi casa para ir a un colegio tan grande y frío desde mi punto de vista infantil, con adultos desconocidos que me decían qué hacer, con reglas que no entendía para qué servían, con otros niños rarísimos que con suma facilidad conversaban, jugaban y reían entre sí, a diferencia de mí, que quería imaginar cuentos, universos y quedarme abrazado a mi mamá o a mi hermana.

Yo sólo quería mi dormitorio tibio y a media luz en mi casa. Mis juguetes de peluche y de ladrillos de plástico. Mis perros y mi jardín con árboles frutales. Las empleadas de la casa y su olor a detergente. Mi mamá rondando la cocina.A los cuatro años, sólo quería ese mundo y esos pobladores tan familiares. No quería otros olores ni otros amores. El colegio no era otro lugar, era simplemente, lo que me separaba de mi habitat seguro y único.

Lloré durante meses. Me despertaba a las cuatro de la madrugada, corría al cuarto de mis papás para rogarles que no me mandaran a ese lugar tan aterrador. Insultaba a la señora de la movilidad que nos recogía tempranito. Me escondía en los armarios cuando llegaba la hora. Me escapaba por las veredas a la hora que tenía que subir al carro.

Mis papás, libraban una guerra bárbara conmigo y al menos mi mamá, no estaba dispuesta a perderla. Mi papá ya había cedido, diciendo que prefería esperar un año, “…antes que su hijo se enfermara”. Mi mamá, no. Ella dijo que si yo me resistía en aquel año, el siguiente haría lo mismo.

Y berreé, chillé, supliqué, temblé, lloré, sufrí. Pero fui vencido por la fuerza, por la supuesta cordura, por el deber.

Hoy, adulto y siempre perspicaz para analizar todo lo presente, lo pasado y lo futuro de mi vida, concluyo que ahí está una de las raíces que explican mi dura intransigencia para cumplir una obligación cuando no tiene un sentido detrás que me convenza, para el cumplimiento de deberes sin una debida motivación. En esos meses severos de mi niñez, está la causa de mi actual búsqueda, a veces extravagante, terca y poco comprendida, de una armonía alrededor, de una paz que pueda sentirla a toda costa en la sangre, en la mente y en el corazón; y de un ambiente que sea mío, sólo mío. Con los colores, humores y amores que yo elija.

Lo he dicho otras veces descaradamente: menos mal que no tengo hijos, porque si hubiera tenido, y alguno no hubiera querido ir al colegio porque prefería quedarse en casa y porque ir le hacía sufrir, no se lo hubiera exigido y finalmente, hubiera tenido un iletrado, un antigregario, una evidente muestra del vichito que no pude ser.

Sigo llorando para no ir al colegio, Vicho

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